Por José A. Ciccone
En nuestro México se acentuaron en las últimas semanas, diferencias de criterios políticos e invisibles varas que miden la justicia con más o menos raciocinio, para el lado que más convenga. Es sabido que los distintos puntos de vista nos pueden llevar a buen puerto cuando se debaten y analizan objetivamente, o por el contrario, nos arrollan hacia el abismo si el diálogo se ensordece y todos queremos ser dueños de la verdad absoluta, que paradójicamente no tiene dueño. Es justamente en ese punto de inflexión cuando se empiezan a producir grietas y abismos insalvables y lo que podía ser la unión de grandes ideas en beneficio del país, se transforma en guerras de vanidades o cerrazones irracionales. Creo que es hora de separar la paja del trigo y diferenciar las genuinas pasiones políticas de los caprichos o arrebatos, el impulso y aun más, la descarada y decimonónica adicción al poder. Es menester entonces, aclarar esta diferenciación, porque tiene tanta importancia como la que se establece comúnmente entre el deseo y su mala caricatura, las ganas.
El origen de esta confusión, en la tradición filosófica del mundo occidental, opuso los conceptos de pasión y razón, nivelando con cierta tendencia, la pasión con las emociones, los apetitos y las compulsiones. En líneas generales, las pasiones fueron consideradas como expresiones humanas subalternas y hasta cierto punto desordenadas. Existen eruditos en la materia que sostienen a pie juntillas, que la pasión es un impedimento para realizar una elección racional y ética, puesto que se supone, actúa con evidente inclinación premeditada en aquellos que deciden, sobre los destinos de otros.
Es interesante lo que el filósofo y ensayista italiano, Remo Bodei, supo clasificar con sabio criterio, como es posible otorgar distintos colores a variedades diferentes de pasiones, que cataloga en negras, grises y rojas. Las negras son las pasiones ‘fascistas’, que desprecian el individualismo, condenando el bienestar individual y practicando la apología de la guerra.
Las rojas son las típicas de los movimientos revolucionarios y, según Bodei, buscan alcanzar un mundo más justo y un hombre nuevo y, si bien exigen la renuncia a la felicidad individual, pretenden que esta renuncia sea de carácter temporal. Las grises tienen que ver con la democracia liberal, en el que podemos situar al modelo de persona típica de la cultura de nuestro tiempo. Representan a un individualismo moderado, que odia los extremos y separa cuidadosamente lo público de lo privado. El autor las define como no fanáticas, no heroicas, sino cotidianas y de cauces absolutamente normales.
En todos los casos se trata de sostener una voluntad firme -por eso son pasiones-, respecto de cómo debería ser el mundo en el que vivimos. Aunque los valores en juego diferencien a las pasiones negras, habitualmente impregnadas de odio y violencia, de las rojas, llenas de ideales fraternos y justicia, en ocasiones el avasallamiento hacia los otros es semejante.
Si revisamos la historia moderna, nos encontramos con discursos, por ejemplo de los jerarcas y dictadores con apoyo popular, vemos con claridad cómo la propuesta política es reiterativa y pobre, está compuesta por exhortaciones vacías, repeticiones de carácter ritual y movimientos escenográficos grandilocuentes. No hay en esos mensajes, una propuesta racional ni una invitación al pensamiento. Sí hay fanatismo y desprecio a la disidencia.
Bajo estas nuevas condiciones, ¿cómo transita hoy el deseo y la pasión por ejercer la política? La actual decadencia de los partidos políticos y su capacidad de representar los intereses de la clase social, junto a la pérdida de liderazgo para ejecutar de manera confiable, la defensa de los intereses e ideales del conjunto social de los que representan, derivan indefectiblemente en un descreimiento de las instituciones tradicionales y aun de los valores de la democracia como orgullosos distintivos de un país.