Por Daniel Salinas Basave
La noche del 22 de febrero de 1913, Victoriano Huerta y el embajador Henry Lane Wilson beben coñac en un salón de la embajada estadounidense en donde se han reunido para celebrar el natalicio de George Washington. Mientras el usurpador y el diplomático brindan, Madero y Pino Suárez son conducidos en un carro a la penitenciaría de Lecumberri.
En medio de un oscuro descampado en los llanos de San Lázaro, el mayor de rurales Francisco Cárdenas los obliga a bajar del vehículo. El mayor le da un tiro en la nuca a Madero y el teniente Rafael Pimienta acribilla a Pino Suárez quien infructuosamente intenta correr. El único gobierno absolutamente democrático de nuestra historia es inmolado en el altar de sacrificios tras apenas 15 meses de gestión.
Sin saberlo, Huerta inaugura un estilo de cuartelazo y traición que se volvería muy popular en Latinoamérica durante el Siglo XX y que en 1973 replicaría Augusto Pinochet en Chile con el apoyo de Kissinger y la CIA provocando la inmolación del presidente Salvador Allende. Wilson sólo puso en práctica las enseñanzas antimexicanas de Joel R. Poinsett, mismas que un siglo después serían honradas con creces por Donald Trump y el conspirafóbico Banon.
Demos ahora un salto de 29 años. La noche del 22 de febrero de 1942, en una casa de Petrópolis en las cercanías de Río de Janeiro, Stefan Zweig y su esposa Lotte se reúnen para cenar. El menú es un coctel de barbitúricos. Frente a la oscuridad creciente de un mundo intolerante, la autoinmolación es la única puerta de escape. El escritor austriaco mira con horror el avance imparable del nazismo mientras la humanidad se sumerge en un pozo de mierda y sangre. Imposible permanecer indiferente ante su nota suicida:
“Prefiero, pues, poner fin a mi vida en el momento apropiado, erguido, como un hombre cuyo trabajo cultural siempre ha sido su felicidad más pura y su libertad personal, su más preciada posesión en esta tierra”. A sus deudos les pide: “Vivan para ver el amanecer tras esta larga noche”.
En la despedida de Zweig encuentro una declaración de principios que no caduca, perfectamente aplicable a nuestra oscura época. Releo Mundo de ayer y reparo en la fatalidad del Eterno Retorno. Cuando la luz del libre pensamiento y la razón parecen ganar terreno, brota el oscurantismo y la intolerancia, la epidemia del pensamiento único y la fuerza bruta.
El Siglo XX fue “rico” en Apocalipsis diversos. No se llegó al final de la raza humana, pero sí a la completa devastación de culturas y formas de vida. Cuando creemos que la humanidad ha domado a sus ancestrales pesadillas, renacen de sus cenizas nuestros añejos jinetes apocalípticos y nosotros demostramos con nuestras reacciones ser no tan distintos al hombre medieval. Madero y Zweig dijeron adiós en la parte más oscura del túnel, cuando no parecía haber esperanza, aunque al final de cuentas Huerta y Hitler acabaron por caer, como después cayó Trump y como al final cae cualquier burdo tirano. En fin, este 22 de febrero me ha dado por recordarlos, pues aún inmerso en el pozo me aferro a creer que habrá un amanecer tras esta larga noche.