Los demonios del Ágora  

Por Daniel Salinas Basave 

La libertad de expresión que este 7 de junio celebramos, parece desembocar en una encrucijada. Uno de los derechos fundamentales de la humanidad es amenazado y coartado todos los días de muy diversas formas. 

A la amenaza del crimen organizado en contubernio con la política que forma parte de la vida cotidiana en no pocos países latinoamericanos, se suma la virulencia del terrorismo en Europa y Asia que suele ensañarse con los periodistas.  

Además del riesgo criminal, las y los reporteros afrontan una crisis sin precedente en su ramo profesional. Aunado a ello, la omnipresencia del ágora digital en el que vivimos inmersos ha dado como resultado fenómenos que nos afectan directamente como la epidemia de noticias falsas y conceptos contradictorios como la posverdad o las verdades alternativas. 

Para todo periodista, la verdad es el cimiento de su credibilidad y su arma de defensa, pero cuando la verdad se torna difusa o se vuelve múltiple, el comunicador acaba convertido en la pieza de un juego absurdo y cruel.    

La libre expresión de las ideas forma parte de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en su Artículo 19.

En teoría, cualquier país democrático y liberal garantiza su pleno ejercicio y ningún líder político se atrevería a manifestarse contra ella en el discurso o mediante alguna política pública, aunque en los hechos la libertad de expresión enfrenta terribles obstáculos. Creo que las primeras palabras deHistoria de dos ciudadesde Charles Dickens encarnan la esencia de lo que de lo que la libertad de expresión y otras garantías individuales viven de cara a la tercera década del Siglo XXI.

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. 

Dickens aplica esta frase al Siglo de las Luces. La edad de la razón, el conocimiento y la búsqueda de la igualdad fue también la era de la guillotina, el ciego terror revolucionario y las guerras napoleónicas que le siguieron.  

Pues bien, en el Siglo XXI parecemos vivir en la edad la sabiduría y también en la de la locura; la edad de las creencias y la incredulidad. Nuestra era, cuyo espíritu predica la tolerancia y el respeto a la diversidad como un valor supremo, es al mismo tiempo una de las épocas con una moral más intolerante. Las democracias liberales rigen en buena parte del orbe y son cada vez más incluyentes, lo que paradójicamente ha derivado en el ascenso y entronización de personajes radical y descaradamente antidemocráticos que se valieron de la democracia que desprecian para llegar al poder y coartarla. 

Con la libertad de expresión sucede algo parecido. En el papel podemos ejercerla de manera absoluta y sin cortapisas. Manifestaciones de ideas que hace cuatro décadas hubieran sido impensables hoy forman parte de nuestra vida cotidiana, pero al mismo tiempo nunca había sido tan peligroso ejercer el periodismo, al menos en México y en buena parte de la Latinoamérica. 

Hoy, que en el papel tenemos decenas de medios de comunicación que ejercen en plenitud su derecho a la libertad de expresión y hoy que la transparencia gubernamental es una obligación incuestionable, la autocensura vuelve a sentar sus reales. 

Hoy más que nunca, cuando se dice que cada ciudadano con un teléfono inteligente en su mano es un potencial reportero, es cuando más necesario se vuelve enfatizar el compromiso ético de un periodista profesional y priorizar la defensa de su arma más poderosa que sigue siendo la verdad.