Por Daniel Salinas Basave
Uno de los secretos mejor guardados de la bibliofilia tijuanense es la Feria del Libro Antiguo que año con año organiza mi amigo René Castillo el Grafógrafo, en donde siempre hay un ejemplar absolutamente atípico e improbable que oculto te acecha desde la sombra y espera a que lo encuentres.
De todos los eventos culturales de la ciudad, la Feria del Libro Antiguo me parece el más entrañable, el más auténtico y el más noble. Además, como lector es el que más disfruto. He comprado muchísimos más libros en esta humilde feria que en nuestro gran evento libresco oficial.
Luego del ayuno pandémico de dos años, esta pepena bibliófila me sabe a gloria. En verdad la extrañaba muchísimo
Irremediablemente cedo al vicio de naufragar entre libros antiguos. La sensación es harto distinta a la exploración de un aparador de novedades editoriales, pues cuando me pierdo entre reliquias tengo siempre la sensación de ser acechado por un ejemplar fascinante e improbable que yace oculto bajo alguna montañita y al que acaso nunca más volveré a ver.
Encontrar ese libro tiene algo de brujería o serendipia y me he resignado a que algunas veces no lo encuentras. Cuando recién llegas a ver los libros viejos la sensación inmediata es que nada llama tu atención, pero conforme vas explorando, moviendo y husmeando van brotando diamantes entre la carbonería.
Casi nunca hay saldo blanco. Hay una suerte de hechizo en el acto de pepenar un libro que acaso lleva más de tres décadas sin ser leído, una forma de resurrección, un despertar de un largo sueño invernal.
Por esos pequeños actos de hechicería naufraga uno año con año en la Feria del Libro Antiguo que contra viento y marea se ha consolidado en Tijuana gracias a la terquedad del incansable René el Grafógrafo.
Me gusta esta ubicación en el Callejón del Travieso y puedo pasar largo tiempo observando y descifrando lectores. Hay una buena dosis de embrujo en ello, algo que difícilmente sentirás en una librería atiborrada de novedades. Aquí te sumerges en la magia de los juegos de azar.
Nadie puede garantizarte el encuentro con ese as de papel y tinta que te aguarda oculto, pero tú lo intuyes y sabes que está ahí. En la improbabilidad y en el caos habita el encanto.
Al llegar te sabes acechado por ese ejemplar capaz de volarte la cabeza, pero el encuentro bien puede no producirse. Una mesa de libros antiguos es un paraje poblado por claves y señuelos. Desentrañarlos es una especie de ceremonia pagana, un rito con algo de voyerismo. Dedicatorias, nombres de antiguos propietarios, papelitos, rayones, tarjetas, boletos, subrayados, listas de compra.
De todo este ecosistema libresco, el lector me ha parecido siempre el personaje más fascinante y enigmático, un auténtico misterio. El otro día observé a una monja que por largos minutos se abstrajo en una lectura, ajena por completo al entorno como los buenos lectores. No pude ver qué leía, pero en el librero frente al cual estaba parada había harto Dostoievski, Tolstoi, Stendhal.
Entre los viejos libros deambularon músicos de cantina, crápulas de la Zona Norte, beatas recién salidas de Catedral y una variopinta horda de errabundos como yo, alumbrados todos por la bendita luz de esa estrella muerta.