La generación de la comodidad

Por Juan José Alonso Llera

“Al final, son tres las cosas que importan: cómo hemos vivido, cómo hemos amado y cómo hemos aprendido a dejar ir”

La cultura del esfuerzo es uno de los pilares de la economía. En síntesis, me refiero a que toda dedicación, sacrificio y perseverancia debiera obtener justas y merecidas recompensas. Pero pareciera que esta máxima no se refleja de manera literal con tanta frecuencia en la práctica, por lo que resulta necesario matizar el carácter, en cierto modo encantador, de este postulado.

La relación esfuerzo-recompensa no está en entredicho. La motivación es el impulso que el ser humano necesita para progresar o autorrealizarse, y podríamos decir también incluso para hacer fortuna. Lo que sucede con la actual cultura del esfuerzo es, no obstante, que la obtención de la promesa nunca llega a concretarse más allá de probabilidades similares reservadas a los juegos de azar. El modelo económico nos vende esta idea. Pero al igual que sucede con los juegos de azar, tan solo una reducidísima proporción de los jugadores consigue el premio final. Lo que es un hecho es que, si te esfuerzas saldrás adelante, no te garantiza la riqueza, pero si no lo haces tienes altas probabilidades de quedarte en el fracaso.

Luciano Román en su artículo “La generación de los hijos cómodos”  nos dice que, estamos formando a jóvenes demasiado cómodos, poco habituados al sacrificio y sin experiencia para enfrentar desafíos. Esto nos lleva a una franja de chicos y adolescentes privilegiados, pero que son los que mayor responsabilidad tendrán en el futuro.

Una conjunción de factores globales y locales ha transformado en pocos años muchos rasgos fundamentales de la relación entre padres e hijos. La tecnología ha metido una cuña en ese vínculo, pero también la modificación de los hábitos de consumo (con una mayor accesibilidad a determinados bienes que ha exacerbado el consumismo); la “democratización” de los vínculos entre chicos y adultos; la puesta en tela de juicio de los modelos de crianza; el quiebre de la autoridad docente. También han influido cierta flexibilización de las costumbres sociales (con muchos cambios francamente positivos) y el reemplazo de dogmas e imposiciones por reglas que muchas veces son tan flexibles que terminan siendo confusas. También influye el miedo. Hoy hay una generación de padres temerosos porque el espacio público se ha vuelto extremadamente hostil, los peligros acechan en cualquier esquina y los riesgos adquieren, en distintos planos, una escala mucho mayor. Eso lleva a una vocación más protectora de los chicos. Intentamos resguardarlos, y quizá los metamos en una especie de burbuja.

La gran incógnita es: ¿Hasta dónde soltar y hasta dónde proteger a nuestros hijos? Como dice Carlos Llano (fundador de IPADE) “No puedes tener buenos hijos llevándolos todos los veranos a Europa”. Yo creo que no hay que poner las condiciones cómodas, pero sí ser subsidiarios, o sea, que den su máximo esfuerzo y nosotros como padres agregar solo el complemento, nunca hacerles el trabajo, ni tampoco darles todo, porque acabarás formando inútiles e insatisfechos globales.

Steve Jobs cerró así su célebre discurso ante estudiantes de Stanford: “Nunca dejen de tener hambre y de ser alocados”. Podría decirse de otro modo: “Nunca dejen de pelearla, de arriesgar y de tener rebeldía”. ¿Estamos formando a una generación de luchadores, o más bien de comodinos? Tendremos que incomodar más a nuestros hijos, para evitar improductivos futuros.