Por Daniel Salinas Basave
Para quienes somos bibliófilos irredentos, las bibliotecas forman parte de nuestras vidas. La biblioteca no es un simple espacio donde se almacenan los objetos del deseo, sino una pista de despegue hacia universos lejanos, un umbral hechizado, un auténtico santuario.
Creo que todos los amantes de los libros hemos desarrollado alguna vez una relación pasional y acaso obsesiva con una o varias bibliotecas y sin duda nos hemos hecho amigos de algún bibliotecario. Sin embargo, los bibliófilos tenemos una extraña forma de gratitud, pues hablamos y escribimos mucho sobre los libros que leemos y sus autores, pero raramente le damos su lugar a la librería o a la biblioteca donde los encontramos y al librero o al bibliotecario que nos lo vendió o recomendó.
Soy un compulsivo explorador de bibliotecas. A estas alturas, podría trazar la compleja cartografía de todas las que he visitado a lo largo del mundo.
Mis visitas a las bibliotecas son obsesivas, delirantes. Crecí entre libros y entre libros necesito estar al menos unos minutos al día para no naufragar en la altamar de la vida real y no sepultarme bajo toneladas de cordura. Me coloco entre los libros como quien carga energías. Después salgo de ahí y cuando voy camino a casa las cosas se han puesto en su sitio y pienso en las mil y un historias que he soñado y no escribiré y en las vidas posibles de los personajes que no alcanzarán nunca la estepa del papel en blanco. Pienso en todos esos libros que me sonrieron desde el estante; en los libros que me prometieron paraísos y viajes a delirios ignotos, los libros que por tres segundos y medio me interesaron antes de desviar la mirada. La inmensa y eterna biblioteca de los libros que me llamaron y que sin embargo tengo la certeza de que no voy a leer nunca.
Compleja es también la historia de mi biblioteca personal, integrada por más de 4 mil libros, que crece todas las semanas y ha ido de acá para allá. De niño las mudanzas de casa eran ritual de lo habitual y empacar mi biblioteca en cajas de cartón era todo un acontecimiento. Once veces me mudé de casa en tres diferentes ciudades y siempre con una creciente biblioteca a cuestas. Llegó el momento en que mi biblioteca se volvió demasiado grande y ya no cabía en casa, por lo que tuve que partirla en dos. La mitad errante que por dos años vivió en una bodega, ahora ha encontrado una nueva morada.
La biblioteca peregrina yace en su nuevo hogar. El 4 de marzo a las seis de la tarde, Gustavo Fernández de León, un grupo de alumnos del colegio Eiffel, el equipo de Editorial Ferdel y yo empezamos a acomodar los libros en su nuevo hogar. Platicamos de lo que significa emprender un camino de vida acompañado siempre por estos amigos de papel y tinta y dimos algunas pistas sobre un nuevo proyecto editorial que estamos cocinando a fuego no tan lento.
Los dos tomos de Las Mil y Una Noches fueron los primeros libros en ser colocados sobre la madera del recién estrenado librero. Le agradezco muchísimo a mis colegas del Colegio Eiffel, a Gustavo, a Claudia, a las hermanas Ospina y al profesor Briseño que en forma tan entusiasta hicieron equipo para empezar a acomodar los ejemplares en su nueva morada.