Homo videns y otros apocalípticos

Por Daniel Salinas Basave

Hace 18 años leí Homo videns. La sociedad teledirigida, ensayo del italiano Giovanni Sartori y las frases que subrayé se transformaron en mis mantras de resistencia. Sí, sentía la fuerza del bombardeo del banal lenguaje de millones de televisores, pero entonces creía en la inviolabilidad de nuestro bunker de palabras. Por aquel tiempo leí también Apocalípticos e integrados de Umberto Eco, escrito en 1963, y me sentí a salvo al considerar que la chatarrería pop se mantendría en su sitio por más que se multiplicara y la cultura seguiría estando, pese a todo y contra todos, en su pedestal. Hace 17 años leí El arte de la novela de Milan Kundera y me creí a pie juntillas aquello de que el supremo arte narrativo podría renovarse a perpetuidad integrando poesía, filosofía y ensayo en su engranaje.

El espíritu de la complejidad yace en la literatura, el único yacimiento artístico capaz de decirme a cada momento que el universo es siempre más complejo e inexplicable de lo que se cree. Por supuesto, también le creí a Harold Bloom que Shakespeare inventó lo humano en el drama o en el arte y que fue perfecto en la imperfección de su creación. Despedí el Siglo XX con plena conciencia de que aún bajo las patas de los caballos de los apocalípticos jinetes de la banalidad y la basura, la humanidad necesitaría la prosa y la poesía  para explicarse a sí misma. 
Hace poco más de un lustro dimensioné la muerte del libro como objeto y de la librería como santuario y me di a la tarea de escribir sobre ello, aferrado aún a la idea de que desde la tablilla de barro, el papiro o la fibra óptica, las palabras mantendrían su pacto con la eternidad, sin embargo, una serie de espontáneas charlas, improbables lecturas e intuiciones con cara de certidumbre me han hecho pensar que en realidad  estamos inmersos en el crepúsculo de la literatura o más específicamente, el crepúsculo del lector. La literatura estará ahí, como un bien mostrenco susceptible de ser usufructuado. El detalle es si quedará en el mundo algún potencial usufructuario. No dudo que Guerra y paz de Tolstoi quepa en un iPhone junto con un millar de novelas más. Mi duda es dónde están los minutos en la agenda del hombre moderno para sumergirse en esa lectura, cuál será la motivación o la curiosidad que llevarán a alguien con la vida diaria infestada de distractores a  abrevar de un arroyo que exige tiempo y concentración. Nadie borrará de la faz  de la Tierra el archivo de Rayuela de Cortázar o Mientras agonizo de Faulkner. De hecho será cada vez más fácil y barato acceder a cualquier obra medianamente célebre. De lo que no estoy seguro es de quién será el rebelde o el antagonista que ponga la lectura de una gran novela por encima de las 10 mil formas de entretenimiento y evasión que hacen fila en su cotidiano existir.