Por Daniel Salinas Basave
Durante años fui reacio a las video-llamadas, juntas o presentaciones virtuales. Cuando alguien me proponía un enlace vía FaceLive o dar una charla por Skype solía negarme de antemano. Mi argumento solía ser que me era imposible concentrarme en el tema a tratar, pues a menudo uno estaba más pendiente de detalles técnicos que de la exposición.
Pues bien, ese rechazo sistémico a los enlaces virtuales se me ha quitado a la fuerza y hoy el Zoom y el Google Classroom se han convertido en parte de nuestra vida diaria, al grado de que ya no podríamos concebirla sin esas herramientas. A la fecha he perdido la cuenta de las charlas, talleres, entrevistas, mesas redondas y juntas que he celebrado sin salir del pequeño cuarto que a medias tengo habilitado como estudio. Ello por no hablar de la vida de mi hijo Iker, que de lunes a viernes pasa toda la mañana en clases virtuales.
A usted que está leyendo este texto, puedo apostarle doble contra sencillo a que este año le ha tocado integrar muchas veces una sala virtual. Más bien lo extraño en este 2020 es lo presencial. Todo aquello que antes nos congregaba hoy se hace a través de una pantalla.
La nueva modalidad tiene su lado cómodo. Después de todo, muchos de los dolores e inconvenientes que trae consigo la vida diaria se derivan del proceso de trasladarnos de una parte a otra para hacer presencia. Los corajes por el tráfico lento, los percances viales, el gasto de gasolina, el desgaste de los vehículos, el quedar varado en un aeropuerto o tener un vuelo lleno de sobresaltos es algo con lo que no he tenido que batallar este año.
Por ejemplo, este 2020 he hecho presentaciones librescas para las ferias de Ecuador, Venezuela, Nueva York, Buenos Aires y no pocas entidades mexicanas, todas ellas sin necesidad de salir de este cuarto, siempre con los pies descalzos, a menudo en shorts y no pocas veces con un vaso de whisky.
Una visión comodina, podría llevarme a afirmar que dar la plática vía Zoom me permitió ahorrarme el desgaste que todo viaje implica y que al final hice lo mismo sin necesidad de cruzar la puerta de casa. Sin embargo, si me hubiera sido dado a elegir, habría preferido por mucho ir a esos destinos y hablar de frente con personas a las que saludaría de mano y con quienes compartiría libros, sin importar todo lo cansado que el viaje pudiera resultarme.
Aún en aquellos casos en que he tenido contratiempos o malas experiencias, cada viaje emprendido relacionado con la literatura me ha dejado una grata herencia y de cada uno conservo algún buen recuerdo. En cambio, con el maratón de eventos virtuales que he sostenido en el 2020 me sucede que apenas me quedan memorias y a menudo confundo uno con otro.
Vaya, no importa si el evento lo organiza Chihuahua, Venezuela, Monterrey o Nueva York, pues al final siempre me queda la sensación de que todo es exactamente igual y de que mi participación no es del todo real. Soy yo sentado en la misma silla hablando a través de la misma computadora. La mejor forma para sintetizarlo, es el título de una canción del grupo Santa Sabina: Estando aquí no estoy.