Por Daniel Salinas Basave
Los mundiales de futbol suelen suspender el flujo de la vida cotidiana creando una realidad paralela en donde todo en nuestro entorno se contagia e impregna con el rodar de un balón a miles de kilómetros de distancia. De una forma u otra, hasta los no aficionados a este deporte acaban inmersos en la repentina y pasajera fiebre mundialista, pronunciando nombres impronunciables de futbolistas que dos semanas antes no hacían en el mundo o dimensionando la trascendencia de países que ni siquiera pueden ubicar en un mapa.
Mi propia cronología autobiográfica va íntimamente ligada a la Copa del Mundo como marco de pasajes o momentos importantes de mi vida. Nunca olvido que el día en que me gradué de sexto de primaria México perdió en penales ante Alemania en el estadio de los Tigres quedando eliminado de su mundial 86. Con total claridad recuerdo cómo escapaba de clases en el primer año de prepa para ir a ver los juegos mañaneros de Italia 90 aun cuando me encontraba en la antesala de durísimos exámenes extraordinarios.
Qué decir del ardiente verano del 94, cuando siendo un estudiante de Derecho me ilusioné con la Selección Mexicana de Mejía Barón en un escenario de demonios políticos sueltos y una terrible crisis económica en el hogar. Felices recuerdos del verano 98, cuando Carolina y yo sellamos el encuentro definitivo que desembocaría en nuestro matrimonio mientras el Matador Luis Hernández hacía de las suyas en el Mundial de Francia.
Recuerdo las insomnes madrugadas del 2002, en nuestro pequeño departamento de Playas de Tijuana, cuando despertaba a las tres de la mañana para ver los partidos que se jugaban al otro lado del planeta en Corea y Japón. No olvido la emoción del mundial sudafricano en 2010 que seguí mientras recorríamos la Tijuana profunda en un camión de campaña política o el Brasil 2014 que se jugaba mientras escribía los cuentos de Dispárenme como a Blancornelas y Días de whisky malo. Inolvidable Rusia 2018, cuya final entre Francia y Croacia vimos mi esposa y yo a la orilla del Duero en Porto.
Sí, los mundiales han alegrado mi vida pero algo sucede en este 2022 que el Mundial de Qatar no acaba de emocionarme ni involucrarme. No sé si sea el hecho de que por primera vez en más de 90 años de historia el Mundial se juega en noviembre y diciembre y no en junio y julio lo cual no deja de ser una sensación extraña.
Por lo que respecta a la Selección Mexicana debo confesar que hace muchos años que no me ilusiona, pero este equipo del Tata Martino me resulta particularmente abúlico y apático, como un café descafeinado, una cerveza sin alcohol o un libro en kindle. Martino es la imagen de un hombre fastidiado, harto, que parece solo contar los días para irse de una vez por todas de un país que desprecia y lo desprecia.
No veo un solo jugador con liderazgo o carisma y tampoco con la genialidad, la picardía o la irreverencia para cambiar el rumbo de un partido con una jugada individual. Vaya, si a emociones vamos, estoy mucho más conmovido por el quinto campeonato logrado por Tigres Femenil que por el incierto futuro del tricolor frente a Polonia y Argentina. También me asquea el descaro y la doble moral de la FIFA que multa y castiga por un grito de “carrilla”, pero que le pone la mesa a un régimen despótico como el qatarí que reprime las más elementales libertades individuales. Un mundial jugado en artificiales estadios para millonarios que cuya construcción costó la vida de miles de esclavos. Sí, hace mucho que el futbol es un burdo negocio, pero Qatar ya es el vil descaro, un insulto a la injuria.