Por Daniel Salinas Basave
Hubo un tiempo, durante la temprana juventud, en que sabía exactamente cuántos y cuáles libros tenía. A los 17 o 18 años comprar un buen libro significaba ahorro y sacrificio. La adquisición de un ejemplar nuevo era todo un acontecimiento.
En aquellos primeros noventa leí lo que había en casa, lo que caía en mis manos, lo que sacaba de la biblioteca, lo que me prestaban o me regalaban.
Entre 1994 y 95 trabajé en la Librería Castillo, lo que me permitió diversificar al máximo mis lecturas. Fue la época en que me leí todo Kundera (cuando los Tusquets costaban una fortuna impagable para un joven trabajador de librería). Durante mis tiempos de reportero solía comprar un libro cada viernes en El Día. Era una suerte de premio que yo mismo me daba después de una buena semana laboral. En los últimos diez años, conforme la vagancia libresca se fue intensificando, la pepena alcanzó niveles obscenos.
A menudo acudo a santuarios donde es imposible resistir la tentación de llenar la canasta de libros. No se puede estar en Eterna Cadencia en Buenos Aires, en El Péndulo en México o en el stand de Zorro Rojo en la FIL y no partirle los huesos a la tarjeta de crédito.
El detalle es que además de las compras compulsivas, de un día para otro se multiplicó la cantidad de gente que me regala libros. En toda convivencia de feria o festival, siempre hay por lo regular cuatro o cinco colegas que me regalan libros de su autoría amablemente dedicados.
En verdad aprecio el gesto y en más de una ocasión me he llevado gratas sorpresas, pero la realidad es que no pocas veces el regalo se transforma en una carga. Me duele confesarlo, pero he dejado intencionalmente no pocos libros en habitaciones de hotel.
Cuando alguien me regala un ejemplar demasiado pesado cuyo tema no me llama y que desde la primera página me espeta la imposibilidad de hacer química conmigo, el libro en cuestión deja de ser una puerta hacia el embrujo y se transforma en un objeto monserga.
Hubo un tiempo en que hacía una lista de lo que leía y tenía muy claro cuántos y cuáles libros me había chutado en un año. Había también un inventario más o menos claro de los libros que entraban a mi biblioteca. Dentro de lo caótico y anárquico que fui en mi juventud, reconozco que fui un lector más disciplinado. Hoy, más que una lista de los mejores libros del año, haría una lista de instantes embrujados en que una lectura me llevó, al menos por unos segundos, a hablarme de tú con lo sublime. A mucho más ya no puedo aspirar.
Acaso toda biblioteca sea una divina utopía, pero esa utopía es una pista de despegue para viajar tan lejos como queramos, una galería de infinitos portales hacia otros mundos.
A estas alturas de la vida queda claro que la biblioteca no tiene un fin práctico o utilitario; es tan solo el síntoma o la consecuencia de una malsana adicción, la huella de un perene desbarrancadero. Cada libro es una promesa de escape, un postergado sueño de fuga.
De pronto tengo plena y fatal conciencia de que en mi librero hay cientos o acaso miles de ejemplares que jamás leeré y que sin embargo permanecerán al acecho, como velas bajo la lluvia iluminando la fallida ruta hacia un umbral que tal vez ya ni siquiera me será dado cruzar. La memoria del placer es el derrumbe y la perdición del hedonista.